“O se opta consciente y reflejamente, o la opción de nuestra vida se realiza sin que ni siquiera caigamos en la cuenta de ello. Pero en cualquier caso, nuestra vida y nuestra acción se inscriben en uno de los sectores contendientes. No hay marginados frente al conflicto social; hay sencillamente, contendores abiertos y contendores solapados, luchadores convencidos y tontos útiles. Demasiadas veces, y más por ingenuidad que por mala voluntad, los universitarios formamos parte de este último grupo. Todos estamos comprometidos: resta saber por quién”.
Ignacio Martín-Baró

jueves, 5 de abril de 2007

EL TÍTERE Y EL ENANO El Núcleo Perverso del Cristianismo


Ahora que estamos en Semana Santa, y acatando la "recomendación" y la "invitación" que se nos ha hecho a la reflexión, aprovecho para compartir con todos ustedes un fragmento de un interesante libro del filósofo esloveno Slavoj Zizek, titulado "EL TÍTERE Y EL ENANO El Núcleo Perverso del Cristianismo*", específicamente del capítulo 1 "El encuentro entre Oriente y Occidente" (págs.24-30).



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En la forma corriente del ateísmo, Dios muere para los hombres que dejan de creer en Él. En el cristianismo, Dios muere para sí mismo. Cuando Cristo dice "Padre, ¿por qué me has abandonado?", comete lo que para un cristiano es el pecado último: renegar de su Fe.


Esta "cuestión demasiado oscura y terrible que no resulta fácil analizar" tiene que ver con lo que no puede dejar de presentársenos como el núcleo PERVERSO oculto del cristia­nismo. Si en el Paraíso estaba prohibido comer el fruto del árbol de la sabiduría, ante todo, por qué Dios puso allí ese ¿No será que aquello fue parte de su estrategia perversa para seducir primero a Adán y a Eva y poder salvarlos después, de la Caída? Es decir, no deberíamos aplicar incluso a esta primera prohibición la idea de Pablo de que la ley prohibitiva crea el pecado? Una oscura ambigüedad similar caracteriza el papel que desempeña judas en la muerte de Cristo: puesto que su traición era necesaria para que se cumpliera la misión de Cristo (redimir a la humanidad mediante su muerte en la cruz), ¿no necesitaba Cristo esa traición? Aquellas ominosas palabras que pronunció durante la última cena, ¿no eran una ORDEN secreta para que judas lo traicionara? Judas, quien lo traicionó, dijo: "r Soy quizás yo, maestro?". Y Jesús replicó: "Tu lo has dicho" (Mateo 26, 25). La figura retórica de la réplica de Cristo es, por supuesto, la de la orden negada: Judas es interpelado, no directamente ("Tú eres quien me entregará"), como el que entregará a Cristo a las autoridades, pero de este modo la responsabilidad se deposita en el otro. ¿No es, pues, judas el último héroe del Nuevo Testamento, el único que estuvo dispuesto a perder su alma y a asumir la condena eterna para que pudiera cumplirse el plan divino?


En otras religiones, Dios les pide a sus seguidores que permanezcan fieles a él; sólo Cristo les pide a sus seguidores que lo TRAICIONEN para que él pueda cumplir su misión. Aquí uno se siente tentado a decir que todo el destino del cristianismo, su núcleo más íntimo, depende de la posibilidad dle interpretar este acto en una perspectiva no perversa. Vale decir, la lectura obvia que se impone es perversa: mientras se quejaba de que alguien fuera a traicionarlo, Cristo le estaba dando a judas, entre líneas, la orden de traicionarlo, pidién­dole el sacrificio más elevado, no sólo el sacrificio de su vida, sino también el de su "segunda vida", el de su reputación póstuma. El problema, el oscuro nudo ético de este asunto no está en judas, sino en Cristo mismo: para poder cumplir su misión, ¿estaba obligado a recurrir a semejante oscura y archiestalinista manipulación? ¿ O podemos interpretarla re­lación entre judas y Cristo en una perspectiva diferente, fuera de esta economía perversa?


En enero de 2002, en Lauderhill, Florida, se dio un extraño acto fallido freudiano. Se descubría una placa para homenajear al actor James Earl Jones durante una celebración en honor de Martin Luther King, pero la placa decía: "Gracias a James Earl Ray por mantener vivo el sueño" (una referencia al famo­so discurso de King, "Yo tuve un sueño"). Como se sabe, Ray fue el hombre acusado de asesinar a King en 1968. Por su­puesto, es muy probable que éste haya sido un desliz racista bastante elemental, sin embargo, hay en él una extraña verdad: Ray efectivamente contribuyó a mantener vivo el sueño de King en dos niveles diferentes. En primer lugar, parte del carácter heroico y la dimensión que adquirió la figura de Martin Luther King se debieron a su muerte violenta. Si no hubiera muerto de ese modo, nunca se habría convertido en el símbolo que es hoy, no habría calles que lleven su nombre y su aniversario no sería un día feriado. De manera aún más concreta, hasta podría sostenerse que King murió exacta­mente en el momento justo: durante las semanas anteriores a su muerte, el líder negro había adoptado una posición más radicalmente anticapitalista, había apoyado huelgas de obreros blancos y negros, y si hubiese continuado virando en esa dirección, habría llegado a ser una figura definitivamente inaceptable para el panteón de los héroes norteamericanos.


Por consiguiente, la muerte de King sigue la lógica elabo­rada por Hegel con respecto a julio César: César, el individuo, tenía que morir para que pudiera surgir la noción universal del césar. El concepto de Nietzsche de una "traición noble" modelada a partir de la figura de Bruto define la traición del individuo a favor de la Idea superior (César debe desaparecer para salvar a la República) y, como tal, la considera la histórica "astucia de la razón" (el nombre de César retorna como un título universal, el césar, y con ello consuma su venganza). Parecería que lo mismo puede decirse en el caso de Cristo: la traición era parte del plan. Cristo le ordenó a judas que lo traicionara para poder cumplir el plan divino, esto es, el acto de traición de judas era el sacrificio más elevado, la fidelidad extrema. Con todo, es importante destacar el contraste entre la muerte de Cristo y la de César: César primero fue un nom­bre y tuvo que morir como nombre (el individuo singular contingente) para que pudiera emerger como título y concep­to universal (el césar). Cristo, en cambio, primero, antes de su muerte, fue un concepto universal ("Jesús, el Cristo Me­sías") y, a través de su muerte, emergió como el único, singu­lar ("Jesucristo"). En este caso, la universalidad fue aufgehoben [abolida y superada] por la singularidad, es decir, se dio el proceso inverso.


Entonces, ¿qué cabe decir de una traición más kierkegaardiana, no la del individuo a favor de la universalidad, sino la de la universalidad misma a favor del punto singular de excep­ción (la "suspensión religiosa de lo ético")? Más aún, ¿qué decir de la traición "pura", la traición por amor, la traición como prueba última de amor? ¿Y de la traición a uno mismo? Puesto que soy lo que soy a través de mis otros, la traición al otro amado es la traición a mí mismo. Y SEMEJANTE traición, ¿no es parte de todo difícil acto ético de decisión? Uno tiene que traicionar su propio núcleo íntimo, como hizo Freud en su Moisés y la religión monoteísta al privar a los judíos de su figura fundadora.


Judas es el "mediador evanescente", entre el círculo origi­nal de los doce apóstoles y Pablo, el fundador de la Iglesia universal: Pablo literalmente reemplaza a Judas, al tomar su lugar entre los Doce en una especie de sustitución metafórica. Y es esencial tener presente la necesidad de esta sustitución: la Iglesia universal sólo puede establecerse mediante la "traición" de judas y la muerte de Cristo. Lo cual equivale a decir que el camino hacia la universalidad pasa por la muerte de la particularidad. O, para decirlo de un modo levemente diferente: para que Pablo pudiera fundar el cristianismo desde el exterior, como el único que NO pertenecía al círculo íntimo de Cristo, ese círculo debía romperse desde el interior mediante un acto de aterradora traición. No sólo Cristo, un héroe como tal, DEBE ser traicionado para alcanzar la condi­ción universal; como lo establece Lacan en el Seminario VII, el héroe es el único que puede ser traicionado sin sufrir ningún daño.


La fórmula que propone John Le Carré en El espía per­fecto, "el amor es todo aquello que aún puedes traicionar", es mucho más apropiada de lo que pueda parecer a simple vista: ¿quién de nosotros no ha experimentado, al estar fascinado por una persona amada que deposita en nosotros toda su confianza, que se encomienda total y ciegamente a nosotros, un deseo llanamente perverso de TRAICIONAR esa confianza, de herirla malamente, de destrozar su existencia por com­pleto? Esta "traición entendida como la forma extrema de la fidelidad" no puede justificarse haciendo referencia a la brecha que existe entre la persona empírica y lo que esa persona representa, de modo tal que traicionamos (defraudamos) a la persona por la fidelidad misma que esa persona representa. (Una versión adicional de esta brecha es la traición que una persona comete en el momento preciso en que quedaría públicamente expuesta su impotencia; de ese modo se mantiene la ilusión de que, en caso de que esa persona hubiera sobrevivido, todo habría salido bien. Por ejemplo, la única verdadera fidelidad a Alejandro Magno habría sido matarlo cuando murió: si hubiera vivido una larga vida, podría haber quedado reducido a un impotente observador de la decadencia de su imperio.) Aquí aparece una necesidad kierkegaardiana superior: traicionar la universalidad ética misma. Más allá de la traición "estética" (la traición de lo universal en aras de inte­reses "patológicos": ganancia, placer, orgullo, deseo de herir y humillar), esa sencilla vileza, y la traición "ética" (la traición a una persona en aras de la universalidad, como la famosa frase de Aristóteles: "soy amigo de Platón, pero soy aún más amigo de la verdad") está la traición "religiosa", la traición por amor: "Te respeto por tus rasgos universales, pero te amo por algo que está más allá de esos rasgos, y la única manera que tengo de discernir ese algo es la traición. Te traiciono y luego, cuando estás aplastado, destruido por mi traición, cru­zamos nuestras miradas: si comprendes mi acto de traición, y sólo si lo comprendes, eres un verdadero héroe". Todo líder verdadero, religioso, político o filosófico, tiene que provocar una traición como ésta entre sus discípulos más íntimos. ¿No es así como deberíamos interpretar el apelativo de las últimas proclamaciones públicas de Lacan "A ceux qui m'ainaent", a aquellos que me aman, es decir, que me aman lo suficiente para traicionarme. La traición temporal es la única manera de alcanzar la eternidad o, como dijo Kierkegaard refiriéndose al momento en que a Abraham se le ordena sacrificar a Isaac, su "situación es una ordalía tal que uno no puede dejar de observar que lo ético es la tentación".


De modo que, ¿en qué sentido preciso Cristo no estaba jugando con judas un juego perverso de manipular a su discí­pulo más íntimo para que lo traicionara, acto que El mismo necesitaba para poder cumplir su misión? Quizás un rodeo por lo mejor (o lo peor) del melodrama de Hollywood pueda ayudarnos a aclarar este punto. La lección básica de Rapsodia de King Vidor es que, para poder alcanzar el amor de la mujer adorada, el hombre tiene que probar que es capaz de sobre­vivir sin ella, que da prioridad a su misión o a su profesión antes que a la mujer. Hay dos opciones inmediatas posibles: (1) mi carrera es lo que más me importa, la mujer es sólo una diversión, una distracción; (2) la mujer es todo para mí, estoy dispuesto a humillarme, a dejar de lado toda mi dignidad pública y profesional por ella. Ambas posiciones son falsas y llevan a que la mujer lo rechace. El mensaje del verdadero amor es, pues: "Aun cuando seas todo para mí, puedo sobrevivir sin ti, estoy dispuesto a renunciar a ti por mi misión o mi profesión". La manera apropiada que tiene la mujer de poner a prueba el amor del hombre es, pues, "traicionarlo" en el momento crucial de su carrera (en la película, su primer concierto público, el examen clave, la negociación comercial que habrá de decidir su carrera). Sólo si el hombre puede sobrevivir a la ordalía y cumplir con éxito su tarea, aunque profundamente lastimado por la deserción de la mujer, mere­cerá su amor y conseguirá que ella vuelva a su lado. La paradoja subyacente es que el amor, precisamente como lo Absoluto, no debería postularse como un objetivo directo, sino que debería conservar la condición de un subproducto, de algo que recibimos como una gracia inmerecida. Quizá no haya mayor amor que el de una pareja revolucionaria en la que cada uno de los dos amantes está dispuesto a abandonar al otro en cualquier momento si la revolución se lo exige. En esta línea de pensamiento debería buscarse la lectura no per­versa del sacrificio de Cristo, de su mensaje a judas: "Pruéba­me que soy todo para ti, por consiguiente, TRAICIONAME para que ambos podamos cumplir nuestra misión revolucionaria".
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* Traducción de Alcira Bixio, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2005.